sábado, 24 de abril de 2010

El honrado leñador

El honrado leñador
Adaptado de Emilie Poulsson
Érase una vez un pobre leñador. Vivía en los bosques verdes y silenciosos cerca de un torrente que espumajeaba y salpicaba a su paso, y trabajaba duramente para alimentar a su familia. Cada día hacía una larga caminata por el bosque con su dura y afilada hacha colgada al hombro. Solía silbar mientras andaba al pensar que, mientras tuviera salud y su hacha, podría ganar lo suficiente para comprar el pan de su familia.
Un día estaba talando un gran roble cerca de la orilla del río. Las astillas saltaban con cada hachazo y el eco de sus golpes resonaba por el bosque con tanta claridad que cualquiera habría pensado que había docenas de leñadores trabajando.
Al cabo de un rato, el leñador pensó que descansaría un poco. Dejó el hacha apoyada en un árbol y se dio la vuelta para sentarse. Pero tropezó con una vieja raíz retorcida y, antes de que pudiera evitarlo, el hacha resbaló y cayó al río.
El pobre leñador se asomó sobre el torrente para intentar ver el fondo, pero en aquel tramo de río era demasiado profundo. El agua continuaba fluyendo tan alegremente como antes sobre el tesoro perdido.
—¿Qué voy a hacer? —gritó el leñador—. ¡He perdido mi hacha! ¿Cómo voy a alimentar a mis hijos ahora?
Tan pronto como dejó de hablar, una hermosa dama surgió de entre las aguas. Era el hada del río y salió a la superficie al oír esa triste voz.
—¿Qué te preocupa? —preguntó dulcemente.
El leñador le contó su problema y la dama se sumergió de nuevo. Volvió a aparecer con un hacha de plata.
—¿Es ésta el hacha que has perdido? —preguntó.
El leñador pensó en todas las cosas bonitas que podría comprar a sus hijos con esa hacha. Pero no era la suya, así que meneó la cabeza y dijo:
—La mía era un hacha de simple acero.
El hada del río dejó el hacha de plata en la orilla y se sumergió de nuevo. Pronto volvió a aparecer y mostró al hombre otra hacha.
—¿Acaso es ésta la tuya? —preguntó.
El hombre la miró.
—¡Oh, no! —contestó. ¡Ésa es de oro! ¡Es muchísimo más valiosa que la mía!
El hada del río dejó el hacha de oro en la orilla y se zambulló otra vez. Al aparecer de nuevo, llevaba el hacha perdida.
—¡Ésta es la mía! —gritó el leñador. ¡Ésta es de verdad mi hacha!
—Es la tuya —dijo el hada. Y también lo son las otras dos. Son un regalo del río por haber dicho la verdad.
Y esa noche el leñador volvió a su casa con las tres hachas sobre el hombro. Silbaba alegremente al pensar en todas las cosas buenas que llevaría a su familia.
William J. Bennett
El libro de las virtudes para niños – relatos de hoy y de siempre
Barcelona, Ediciones B, 1996

Gentileza cuentos para crecer

lunes, 5 de abril de 2010

Una lluvia lejana

Una lluvia lejana
¿Os habéis preguntado alguna vez qué ocurre con todos esos poemas escritos por ese tipo de gente que no deja que nadie los lea?
Quizás son demasiado privados y personales.
Quizás no son lo bastante buenos.
Quizás la perspectiva de que la expresión más sincera pueda llegar a verse como algo torpe, frívolo, trillado, sentimental, pretencioso, almibarado, poco original, tonto, aburrido, recargado, confuso, absurdo o simplemente lamentable es suficiente para que cualquier aspirante a poeta decida ocultar su obra para siempre.
Naturalmente, muchos poemas terminan destruidos inmediatamente, quemados, hecho trizas, arrojados al váter.
Alguna que otra vez han acabado doblados bajo algún mueble inestable, para evitar que cojee (o sea que de hecho han acabado siendo bastante útiles).
Otros encuentran su escondite detrás de uno ladrillo suelto de una tubería. O acaban herméticamente encerrados tras la tapa de un viejo despertador. O entre las páginas de un libro recóndito que seguramente nadie llegará a abrir jamás.
Puede que alguien llegue a encontrarlos algún día, pero también puede que no. La verdad es que la poesía que nadie ha leído estará casi siempre condenada a acabar en un vasto río invisible de residuos que sale de la periferia. Bueno, casi siempre…
En raras ocasiones, algunos fragmentos escritos especialmente insistentes escaparán por un patio trasero o por un callejón, saldrán volando por el terraplén que bordea la carretera y finalmente irán a parar al aparcamiento del centro comercial, como muchas otras cosas.
Y es aquí donde sucede algo realmente extraordinario: el viento se lleva dos o más fragmentos de poesía y los une mediante una extraña fuerza de atracción desconocida para la ciencia. Y a poco a poco van quedando pegados y forman una diminuta bola.
Sin necesidad de hacer nada más, esa bola se va volviendo cada vez más grande y redonda a medida que otros versos libres, confesiones, secretos, cavilaciones sueltas, deseos y cartas de amor no enviadas se van añadiendo poco a poco, uno a uno.
La bola recorre las calles como una planta rodadora durante meses incluso años.
Si sale sólo de noche, puede que sobreviva al tráfico y a la curiosidad de los niños, y mediante un lento movimiento rotatorio también evita a los caracoles (su depredador principal).
Cuando adquiere un cierto tamaño, se refugia instintivamente cuando hace mal tiempo, sin que nadie se dé cuenta.
Pero de contrario deambula por las calles buscando ciegamente otros retazos de reflexiones y sentimientos olvidados.
Sin necesidad de hacer nada, crece hasta hacerse grande, inmensa, ¡ENORME!
Una tremenda acumulación de trozos de papel que finalmente se eleva por el aire, consigue levitar gracias a la pureza de tanta emoción contenida.
Flota levemente por encima de los tejados de las casas de la periferia cuando todo el mundo duerme, e inspira el aullido de los perros solitarios en medio de la noche.
Shaun Tan
Cuentos de la periferia
Arcos de la Frontera, Barbara Fiore Editora, 2008


gentileza proyecto CUENTOS PARA CRECER

Los tres bandidos

Los tres bandidos

Eranse una vez tres feroces bandidos de negra capa y negro sombrero.
El primero tenía una escopeta. El segundo, un fuelle lleno de pimienta. El tercero, una enorme hacha roja.
Cuando se hacía de noche, se ponían al acecho junto al camino.
Eran tipos terribles. A su vista, las mujeres se desmayaban de miedo, a los perros se les encogía la cola y hasta los hombres más valientes salían huyendo.
Cuando pasaba un carruaje, echaban pimienta con el fuelle en las narices de los caballos, y los cocheros tenían que parar.
Luego destrozaban las ruedas con el hacha.
Y con el fusil amenazaban a los viajeros y los desvalijaban.
Los bandidos tenían su escondite en una casa en lo alto de una montaña. Hasta allí llevaban su botín.
Tenían cofres y arcas llenos de oro, perlas, anillos, relojes y piedras preciosas.
Una noche oscurísima asaltaron una carroza en la que sólo iba un pasajero. Era una niña huérfana que se llamaba Ursula.
Ursula se sentía muy sola. Por eso se alegró mucho cuando aparecieron los bandidos y ni siquiera se asustó de sus negras capas y sus negros sombreros.
Como los bandidos no encontraron nada en el carruaje, envolvieron a Ursula en una manta y la llevaron a su casa, pensando que tal vez podrían lograr por ella un buen rescate.
Allí la acostaron en una cama y Ursula se durmió.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, vio los cofres y arcas llenos de tesoros.
«¿Qué vais a hacer con todo esto?», preguntó Ursula a los bandidos. Estos se miraron extrañados. Nunca habían reflexionado sobre lo que harían con tantas riquezas, pero a partir de aquel día lo pensaron con frecuencia.
Ursula era muy cariñosa con los bandidos y éstos pronto la quisieron mucho, sobre todo cuando supieron que no tenía familia. Tanto se encariñaron con ella que, para que no estuviera sola, salieron en busca de otros niños abandonados para cuidar de ellos.
Compraron un castillo precioso para que en él pudieran vivir todos los niños.
Los niños llevaban todos la misma capa y el mismo gorro que los bandidos, pero en rojo.
Pronto se extendió por todas partes la noticia del castillo en el que se recogían niños huérfanos. Y todos los días aparecía alguno en la puerta.
Permanecían en el castillo hasta que se hacían mayores. Entonces surgió una pequeña ciudad, y todos sus habitantes llevaban capas y gorros rojos. Finalmente, edificaron una muralla con tres imponentes torres. Una para cada bandido, que ya no volvieron a robar ni asustar a nadie con su escopeta, su fuelle lleno de pimienta y su enorme hacha roja.


Toni Ungerer
Los tres bandidos
Madrid, Susaeta Ediciones, 1990


gentileza proyecto CUENTOS PARA CRECER