lunes, 27 de septiembre de 2010

La flor aventurera

La flor aventurera
El miedo
Con el otoño llegó el viento, llegó el frío, y la amapola se durmió. Las golondrinas se fueron a pasar el invierno a lugares más cálidos. Los días eran más cortos, las noches eran más largas y todo el campo se preparaba para el reposo.
Las mariquitas también se preparaban para el gran sueño buscando un lugar donde esconderse. Incluso el caracol se metía en su concha para no salir en bastante tiempo.
Pero la margarita era muy curiosa y quería saber cómo era la nieve, así que decidió hacerse la dormida cuando el hada del sueño la tocó con su varita mientras decía:
¡Dormid, dormid, florecillas,
margaritas, amapolas, gitanillas,
dormid, dormid, dormid!
Dulcemente se acurrucaban entre la hierba, que también se desmayaba por la fuerza del viento.
La margarita, como no estaba acostumbrada a esta temperatura tan baja, empezó a temblar a la vez que pensaba:
«¡Ay, ay, qué frío, qué viento! ¿Qué haré para abrigarme?»
Buscó con la mirada a unas hojas de castaño y les pidió que la taparan, pero ellas le dijeron:
—No podemos servirte de abrigo, debemos ir donde el viento nos lleve, pero puedes pedirle al helecho que te tape un poco para que te pare el viento, y al musgo le puedes pedir que te haga un lecho verde alrededor del tallo.
Las hojas de castaño la miraban asombradas y le preguntaron:
—Pero... ¿por qué no te has dormido como las otras flores cuando pasó el hada?
La margarita les contestó:
—Siempre he querido conocer la nieve y he decidido quedarme hasta que la vea.
—Muy bien, tú sabrás lo que haces, pero es muy peligroso.
La margarita temblaba, un poco por el frío y otro poco por el miedo, pero había tomado una decisión y no se iba a volver atrás.
Mientras la nieve se acercaba conoció cosas que nunca había visto antes, como las setas. Conoció un tiempo donde el sol se acostaba temprano, un tiempo que se le hacía eterno, pues sus amigas dormían desde que pasó el hada con su varita.
El jardín y el huerto estaban casi dormidos pero no del todo. Tampoco había silencio porque las urracas no paraban de meter ruido. Los gorriones, los herrerillos, los petirrojos y los mirlos hacían compañía a la margarita.
Un día los pájaros del jardín se reunieron a comentar el caso de la margarita. La veían triste y temblorosa, en parte por el frío que estaba pasando y en parte por el miedo de no saber lo que le esperaba. Decidieron hablar con ella.
—¡Hola, margarita! Queremos saber por qué no te has ido del jardín a dormir con las otras flores.
—¡Hola, amigos! Desde hace días os escucho y me acompañáis. Yo sé que vosotros conocéis bien el invierno, pero yo nunca he visto la nieve y he decidido esperar a que llegue. Me han dicho que es preciosa...
—Sí, es muy bonita, pero para ti podría ser peligrosa. Si te cae mucha nieve encima, tu tallo se puede romper. Además, te tapará y no podrás ver el sol y, sin el sol, morirás, ¿verdad?
—Sí, creo que sí. Por eso tengo miedo: por un lado estoy deseando verla y por otro lado no deseo que llegue...
Los pájaros sintieron lástima de la pobre margarita y se pusieron a pensar en la manera de poder ayudarla. Seguía tiritando de frío aunque menos que antes, porque el helecho la protegía del viento y el musgo rodeaba su pequeño tallo, como si fuera una alfombra.
Mientras pensaban no se imaginaron el susto que la pobre iba a recibir. De pronto, muy cerca de donde estaba, un montón de tierra salió volando por los aires.
—¿Quién anda ahí? —preguntó la margarita, asustada. Justo delante de ella una pequeña nariz asomó desde un agujero.
—Soy el topo, y tú, ¿quién eres?
—Soy la margarita.
—¿Tú qué haces por aquí? Tenías que estar dormida.
—¿Y tú? Menudo susto me has dado...
—Lo siento, pero cuando veas un montoncito de tierra sabrás que estoy por aquí y no te volverás a asustar.
La margarita iba de sorpresa en sorpresa. ¡Cuántas cosas pasaban en el otoño!
Una tarde, el cielo se cubrió de un extraño color gris plomizo y en seguida empezaron a caer copos de nieve.
La margarita se quedó inmóvil contemplando las estrellitas blancas que caían del cielo.
El helecho gritó:
—¡Es la nieve! ¡Es la nieve!
Y en ese momento supo que su sueño se había cumplido.
Todos los pájaros del jardín –gorriones, herrerillos, petirrojos, mirlos, incluso las urracas– se acercaron a ella y la taparon con sus alas abiertas, dejándole un huequecito por donde la margarita pudo ver cómo se cubría de blanco todo el jardín.
—Ahora duerme, margarita —le dijeron todos—. En primavera, cuando despiertes, podrás contar a todas tus amigas cómo es la nieve, pero ahora duerme, duerme...
La margarita ya no sintió miedo, cerró los ojos, llenos de imágenes blancas, se tumbó suavemente sobre el lecho que el musgo le había preparado y se quedó dormida.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir – Educar las emociones
Madrid, Ediciones SM, 2003

martes, 7 de septiembre de 2010

La nariz contra el cristal

La nariz contra el cristal
La ansiedad
Caía la nieve suavemente y Marilén miraba por la ventana mientras esperaba la llegada de su padre.
Este fin de semana le tocaba con él, y había quedado en ir a recogerla para llevársela al pueblo con sus tíos y abuelos. Pero el tiempo pasaba, la calle se cubría de blanco, y el coche rojo de su padre no aparecía. El corazón empezó a latirle más deprisa al pensar:
—¿Se habrá olvidado de mí? A lo mejor no se acuerda que hoy me toca con él...
—Marilén —le dijo su madre—, ¿qué haces mirando por la ventana? Cuando llegue papá llamará a la puerta, no es preciso que estés ahí sin hacer nada.
Su madre estaba también un poco nerviosa por el retraso y miraba el reloj del salón con insistencia, porque había quedado con unas amigas para ir al cine.
—Tu padre me lo prometió, me dijo que llegaría pronto... —decía.
Marilén estaba nerviosa, tenía miedo de que su padre no llegara, miedo a que su madre se enfadara, y de pronto, ocurrió algo extraordinario: una parte de ella se quedó pegada al cristal de la ventana pero otra parte de ella dejó de mirar y de esperar y se puso a jugar con las muñecas.
Tenía una bonita casa de muñecas de madera que su padre le había construido cuando vivían los tres juntos. Había de todo, igual que en una casa de verdad: salón, cocina, dos habitaciones y el baño. Poco a poco le habían ido regalando los muebles y las cosas necesarias para decorarla: un día las cortinas, otro los sillones, otro la mesa y las sillas, y en su último cumpleaños, las lámparas. Tenía también tres muñecos, un papá, una mamá y una niña.
Sus muñecos estaban en el salón, el papá sentado en un sillón y la mamá en otro. La muñeca niña llevaba un vestido de flores que a Marilén le encantaba. Entonces se puso a jugar con los tres muñecos como si hablara con ellos:
—Mamá —dijo la muñeca niña—, papá me va a llevar al pueblo a ver a los tíos y a los abuelos, y podré jugar con mis primos en la calle y andar en bicicleta por la plaza.
—Me parece estupendo —contestó la muñeca mamá—, yo iré mañana para estar todos juntos el fin de semana porque hoy tengo que trabajar en el turno de noche.
—Hija —le dijo el muñeco papá—, prepararemos una sorpresa para cuando llegue mamá, ¿qué te parece?
—Muy bien, papá —contestó la niña.
Y Marilén movía los muñecos por toda la casita. El papá preparaba la maleta, la mamá abría el armario y sacaba la ropa para el pueblo y la niña cogía su mochila y metía dentro unos cuentos, pinturas y un cuaderno de dibujo por si llovía y no podían salir a la calle a jugar.
De pronto sonó el teléfono y Marilén se quedó inmóvil tratando de escuchar.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó su madre enfadada.
Marilén supo que llamaba su padre y en ese mismo momento una parte de ella se despegó del cristal de la ventana y la otra parte dejó de jugar con los muñecos, y las dos partes escucharon con atención. Su madre parecía menos nerviosa.
—¡Menos mal que no ha sido nada! Bueno, aquí te esperamos.
—¿Qué pasa, mamá?
—Era papá. Dice que le han dado un pequeño golpe en el coche por culpa de la nieve, que no ha sido nada importante, pero eso le ha retrasado. Estate preparada, hija, porque papá tocará el timbre del portal cuando llegue.
Marilén se calmó, fue hacia su casa de muñecas y le dijo a la muñeca pequeña:
—¿Ves? ¿Para qué te has preocupado? ¿Por qué has estado tanto tiempo mirando por la ventana? No tienes que ponerte nerviosa, papá vendrá pronto a buscarte...
Y Marilén se puso el abrigo, cogió su mochila llena de cuentos y pinturas y esperó con ilusión el sonido del timbre del portal.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir2 - Educar los sentimientos
Madrid, Ediciones SM, 2003

lunes, 19 de julio de 2010

La pelea de las banderas

La pelea de las banderas
Todos los miércoles voy al «local». Es una gran sala de un edificio prefabricado donde pueden ir los niños cuando no hay colegio. Francisco y Yamila, los animadores, siempre proponen juegos divertidísimos. ¡Y hoy es aún mejor que de costumbre!
—¡Vamos a organizar unos Juegos olímpicos! –anunció Yamila por la mañana–. El próximo miércoles comenzaremos los entrenamientos para la carrera de velocidad.
—Hoy tenemos que formar cuatro equipos y elegir para cada uno el nombre de un país –siguió diciendo Francisco.
Nos reíamos y nos agitábamos de lo contentos y emocionados que estábamos. ¡Todo el mundo hablaba al mismo tiempo!
Pero las discusiones empezaron enseguida... Niouma quería que su equipo llevara la bandera de Senegal. Thierno prefería la de Malí.
Yo estuve más de un cuarto de hora reuniendo un equipo camboyano, porque Tarek no dejaba de decirles a sus amigos: «Sentha quiere ser siempre el líder, y luego acabamos hartos de tanta Camboya; ¡un equipo tunecino sería mucho mejor!».
Cuando estaba a punto de darle un puñetazo, Ana me empujó para tirar del pelo a Fátima. Estaba roja de ira:
—¿Yo en el equipo tunecino? ¿Estás mal de la cabeza o qué? Mi padre dice que los árabes no son buenos en nada.
—¿Buenos en nada? –empezó a gritar Fátima–. Pues tu madre, aparte del pescado empanado, no sabe cocinar nada. ¡Eres una racista, y mi padre dice que los racistas son sucios...cerdos!
—¡Mi padre no es un cerdo! –gritó Ana dándole una patada en la espinilla a Fátima, quien a su vez mordió a Ana en la mejilla.
Francisco corrió a separar a las dos niñas.
Exclamó:
¡Qué es eso de los cerdos! ¿Sabéis al menos lo que quiere decir? ¿Sois racistas o qué? ¡Esto parece la tercera guerra mundial!
Ordenó que nos calmáramos e hizo que nos sentáramos en el suelo formando un círculo.
—Como no llegáis a un acuerdo, soy yo quien va a echar a suertes los equipos –dijo.
¡No es justo! –empezó a protestar Thierno.
Pero con el sorteo todo el mundo se reconcilió. Fue muy divertido ir por turnos a sacar de un sombrero un trozo de papel con el nombre de un país. A mí me tocó Senegal con Nadia, Marina y Tarek.
Para fabricar la bandera tuve una idea genial: esta tarde voy a coger el pantalón corto de rayas verdes, amarillas y rojas de mi hermano pequeño. Y si mi madre me pregunta que qué ha pasado, le diré que hay que ser un verdadero racista para picarse por algo así.
Las diferencias
San Pablo, Madrid, 2006

viernes, 2 de julio de 2010

La tejedora de Sueños

La Tejedora de Sueños
Nayra conocía perfectamente el poder de lamúsica a pesar de sus pocos años, pues desde bien pequeña su madre le había susurrado canciones al oído, canciones que debería saber para poder convertirse algún día en la futura Tejedora de Sueños. A ella le gustaba mucho cantar, pero sabía que nunca debía enseñar estos cantos de poder a nadie, pues podrían ocurrir cosas terribles.
Una vez le contó la más anciana del grupo que, por causa de una canción, la mitad de los jóvenes de la tribu habían desaparecido como por encanto y habían vuelto a aparecer al cabo de un mes, sin que nadie pudiera explicar dónde habían estado, ni siquiera ellos mismos.
Aquellos relatos le parecían a Nayra llenos de magia y misterio. Todavía era muy joven para comprender la razón de tanto secreto, pero se había comprometido a guardar silencio y su promesa era sagrada.
Hacía ya mucho tiempo que los hombres de la tribu confiaban la curación de su alma y de su cuerpo a las mujeres. Ellas, según sus antepasados, tenían el poder desde el nacimiento para interpretar las señales y para encontrar los remedios a todo tipo de males. Y eran precisamente las mujeres quienes se ocupaban de buscar a la Tejedora de Sueños. La elegida sería aquella joven que supiera responder a las preguntas más complejas con sabiduría, que conociera los remedios para las enfermedades, que supiera las canciones de poder, aquella que se inventara historias que ayudaran a curar, aquella que supiera viajar al mundo de los sueños, aquella en quien las demás confiaran.
Su madre había sido escogida hacía ya mucho tiempo, y ahora ella se preparaba para ocupar su puesto, si era aceptada por las mujeres del grupo.
Mientras tanto, seguía aprendiendo de su madre todos los conocimientos de música, plantas y piedras, el lenguaje de los animales, a viajar al reino de los sueños y a interpretar las señales de la tierra, del agua, del aire y del fuego.
Un día, mientras recogía plantas medicinales y alguna flor para adornar su pelo, Nayra tarareaba una de aquellas sagradas canciones en lo alto de la colina, sin darse cuenta de que alguien la estaba escuchando: era su amigo Torahi.
—¿Qué cantas, Nayra? —le preguntó mientras se acercaba—, me gustaría que me enseñaras tus canciones.
Pero Nayra le contestó:
—Sabes que no puedo, tú eres un hombre y es costumbre de nuestro pueblo que sean solamente las mujeres las que aprendan y utilicen estos cantos.
—Pero Nayra, nadie se enteraría, te lo prometo, yo solo quiero que me enseñes a cantar como tú, porque siento algo muy especial cuando te oigo.
En ese momento le entró la duda. Por un lado Nayra sabía que eso estaba prohibido, pero Torahi era uno de sus mejores amigos y no quería defraudarle.
—Está bien, pero solo te enseñaré una. Tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie; si no cumples tu promesa nunca más volveré a dirigirte la palabra.
—Te lo prometo —dijo su amigo Torahi, mientras se sentaba en una roca.
Nayra se sentó a su lado, cerró los ojos y comenzó a susurrar en sus oídos una melodía, mientras el muchacho sentía que algo extraño le estaba ocurriendo.
Cuando terminó de cantar, Nayra abrió los ojos y lanzó un fuerte grito que asustó a todos los animales de los alrededores: Torahi había desaparecido de su vista en medio de una espesa niebla. Nayra, asustada, recordó en esos momentos la historia que le había contado la anciana de la tribu y comenzó a llorar desesperada pensando que había perdido a su mejor amigo.
Pero no había pasado ni un minuto, cuando el muchacho volvió a aparecer delante de sus ojos, aunque se dio cuenta de que no era el mismo de siempre: ¡Torahi se había convertido en una muchacha!
—¿Qué me ha pasado? —gritó Torahi, al ver su nuevo cuerpo—. Nayra, ¿qué has hecho? ¡Creí que eras mi amiga y me has hechizado con tu canto!
La joven le miraba de arriba abajo llorando y temblando de miedo, sin comprender lo que pasaba.
—Lo siento, Torahi, yo no sabía que te podría ocurrir esto... —le dijo—. Iré a buscar a mi madre, ella sabrá lo que hay que hacer. Tú quédate aquí hasta que yo vuelva.
Nayra bajó la colina corriendo en busca de su madre y le contó, con mucha angustia, lo que había sucedido. La Tejedora de Sueños, después de reprender severamente a su hija por haber roto su promesa, le dijo:
—Ahora no puedo hacer nada, pero cuando llegue la noche buscaré un remedio en el mundo del sueño y se lo llevaré. ¡Menos mal que por lo menos no ha desaparecido!
Nayra se fue al encuentro de su amigo Torahi cabizbaja, porque sentía mucho que su madre no pudiera solucionar su problema con rapidez:
—Torahi —le dijo—, mi madre no puede hacer nada por ti hasta que llegue la noche. Me ha prometido ayudarte cuando consiga el remedio en el mundo del sueño.
—¿Y yo qué voy a hacer hasta que llegue la noche? —le dijo Torahi desesperado. —Así no puedo regresar al poblado.
—Pues quédate aquí hasta que llegue mi madre y yo me quedaré a tu lado para hacerte compañía —le dijo.
Pero Torahi estaba muy enfadado con Nayra y le pidió que le dejara solo.
Nayra se fue triste y preocupada, confiando en que su madre consiguiera pronto el remedio para deshacer el hechizo de su amigo.
Aquella noche iba a ser muy larga, pensó el muchacho, y se quedó contemplando el atardecer, confiando en que apareciera pronto la Tejedora de Sueños.
Nadie sabía lo que pasaba en el interior de Torahi, solo él se daba cuenta de que veía todo de otra manera, olía nuevos aromas que le venían de la pradera, y escuchaba los sonidos de la tierra como si fuera la primera vez. Sus sentidos se estaban abriendo a sensaciones desconocidas. No solo había cambiado su cuerpo sino que su mente pensaba de forma distinta y su corazón sentía cosas que antes nunca había sentido.
Torahi no podía dormir, aquella experiencia era demasiado extraña para él, todo le parecía nuevo. Al observar cómo un águila cuidaba de sus polluelos, sintió la ternura que sienten todas las madres; las flores que tapizaban la pradera le parecieron de una belleza deslumbrante, como si nunca las hubiera visto antes. Entonces, cerró los ojos y sintió cómo la brisa del viento le acariciaba.
Tocado por una magia especial, miraba al sol en su descenso por el horizonte y su visión le emocionó tanto que las lágrimas llegaron a sus ojos.
Entretanto la Tejedora de Sueños se adentraba en el mundo que tan bien conocía buscando el remedio al hechizo, y cuando por fin se encontró con la Guía de la Noche, le contó lo que había venido a buscar. Ella le dijo:
—Hay una canción que puede ayudar Torahi a recuperar su aspecto, pero debes decirle que solo cambiará su cuerpo, porque en su mente y en su corazón quedará siempre el recuerdo de esta noche. Tienes que saber que, a partir de ahora, Torahi podrá recibir tus conocimientos, pues lleva dentro de sí las dos maneras de ver el mundo. Sin embargo, tu hija ha roto su promesa y ha demostrado que no se puede confiar en ella. Regresa y dale este mensaje.
Entonces la Guía de la Noche le enseñó a la Tejedora de Sueños otro canto que servía para devolver a Torahi su cuerpo de muchacho.
Sabía que Torahi la esperaba, por eso subió lo más rápidamente que pudo hasta lo alto de la colina mientras pensaba en lo que le había dicho la Guía de la Noche. Allí se encontró al muchacho despierto, observando con atención todo lo que estaba pasando en su interior:
—¡Torahi, ya estoy aquí! —le dijo.
—¡Por fin has llegado! ¿Traes el remedio para mi hechizo?
Entonces la Tejedora de Sueños se sentó a su lado y le cantó al oído la mágica canción. Por un momento, Torahi desapareció de su vista envuelto en una espesa niebla, pero cuando volvió a aparecer, su cuerpo era el de siempre.
Torahi la abrazó lleno de alegría, le dio las gracias y le dijo:
—He tenido un sueño muy extraño, aunque creo que no estaba dormido. He visto a la Guía de la Noche y me ha dicho que yo seré la próxima Tejedora de Sueños, ¡pero eso es imposible!, ¿no es verdad? Debe ser una mujer...
—Torahi, las cosas pueden cambiar, quién sabe... Pero quiero preguntarte algo: ¿cómo te has sentido desde que te convertiste en una muchacha?
Y Torahi, todavía impactado por lo que le había sucedido, le contó sus experiencias de aquella noche tan larga y especial.
Pronto comenzó su aprendizaje, y la Tejedora de Sueños le enseñó los secretos de la música, las plantas y las piedras. Le enseñó a comunicarse con los animales y a interpretar las señales de la tierra, del agua, del aire y del fuego.
Y cuentan los ancianos que, cuando llegó el momento de buscar quien la sustituyera, Torahi fue elegido Tejedor de Sueños por todas las mujeres de la tribu y Nayra se convirtió en su ayudante.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir 2 - Educar los sentimientos
Madrid, Ediciones SM, 2003

sábado, 26 de junio de 2010

La temida hora del recreo

La temida hora del recreo
Mateo le pasaba lo contrario que a los demás niños: temía la hora del recreo. En cambio, para sus compañeros era el mejor momento del día.
Mientras estaba en clase parecía que no le pasaba nada, atendía a la profesora, escuchaba cuando le tocaba escuchar y hablaba cuando le preguntaban. No era ni de los mejores ni de los peores de la clase.
Pero en el recreo lo pasaba mal porque nadie quería jugar con él. Los chicos nunca lo elegían para jugar partidos y, cuando intentaba ir con las chicas, no le dejaban porque querían estar solas para hablar de sus cosas.
Así que Mateo se sentía triste y solo. El quería tener amigos pero parecía que nadie quería ser amigo suyo. Por supuesto, disimulaba su tristeza y, aunque a veces se le ponía un nudo en la garganta y le entraban ganas de llorar, ni se le pasaba por la cabeza: entonces seguro que se reirían de él y le rechazarían aún más.
Con el paso del tiempo descubrió que podía entretenerse solo inventándose historias y llenando su imaginación con fantásticas aventuras donde él era un héroe. Se imaginaba a sí mismo salvando a gente de un edificio en llamas, rescatando náufragos en el mar, defendiendo a los animales de los cazadores o ayudando a mucha gente después de un terremoto. Siempre aparecía él, Mateo el gran héroe, y las historias tenían un final feliz.
Cuando de nuevo entraba en clase volvía a ser Mateo, ni el mejor ni el peor de la clase.
Sus padres no parecían darse cuenta de lo que pasaba. Todos los días le preguntaban lo mismo:
—¿Qué tal hoy en clase?
Y él respondía siempre lo mismo:
—Muy bien, papá.
—¿Y ya tienes amigos? —le preguntaba su madre.
Tengo un montón de amigos, mamá.
Por eso se quedaron muy sorprendidos cuando la profesora les envió una nota diciéndoles que quería hablar con ellos porque estaba preocupada por Mateo.
—No tiene amigos —les dijo— y en el recreo siempre se queda solo. Yo le veo triste y callado, aunque es buen estudiante y aprende todo con facilidad.
—Bueno, pues eso es lo importante —respondió su padre a la profesora—. Lo que más me importa es que estudie y saque buenas notas. Yo a su edad tampoco era muy popular. Luego, en la universidad, hice buenos amigos e incluso conocí a mi mujer.
La profesora volvió a insistir:
—Pero yo lo veo muy triste y además intenta disimularlo.
—Mateo es un niño muy feliz, no tiene ningún problema, lo único que le pasa es que es un poco tímido, ¿por qué se preocupa tanto? —dijo la madre de Mateo.
Sus padres no comprendían la preocupación de la profesora, pero ella les explicó:
—Está en una edad en la que los amigos son muy importantes y a él los demás nunca lo eligen. Eso le hace sufrir y le aísla de los otros niños. ¿No creen que deberían hablar con él? A lo mejor es que no sabe hacer amigos y hay que enseñarle.
Los padres de Mateo no pudieron continuar la conversación porque tenían mucha prisa, pero se comprometieron a hablar con él del tema y a descubrir también por qué les había mentido cuando le preguntaban sobre los amigos. Las palabras de la profesora les hicieron pensar que algo importante estaba pasando a su hijo.
Cuando Mateo regresó esa tarde del colegio no esperó a que le preguntaran lo de siempre, sino que fue él quien empezó el interrogatorio.
¿Para qué os ha llamado mi profesora? ¿Qué quería?
Sus padres dudaron un momento, pero sin pensarlo mucho su padre le preguntó:
—Y tú, ¿por qué nos has mentido diciéndonos que tienes muchos amigos? La profesora nos dice que en el recreo te quedas solo y que nadie quiere jugar contigo.
Mateo no contestó y se fue corriendo a su habitación. Allí se lo encontraron llorando desconsoladamente sobre su cama.
—Hijo, no llores, vamos a hablar un poquito, ¿de acuerdo? Vamos, no llores.
Su madre trataba de consolarle y tuvo que esperar un rato hasta que Mateo pudo hablar.
—Y yo, ¿qué voy a hacer si nadie quiere jugar conmigo? Yo no tengo la culpa.
—No, hijo, tú no tienes la culpa —dijo su madre—, pero a lo mejor podemos entre los tres encontrar alguna idea que funcione. ¿No crees?
Su padre entró en la habitación, se sentó y le dijo:
—Mateo, hijo, comprendo cómo te sientes. Cuando yo tenía tu edad tampoco tenía amigos en la clase y lo pasé muy mal por eso, aunque mis padres no se enteraron de nada. Ellos me veían estudiar y yo sacaba buenas notas. Con eso pensaron que era suficiente. Pero luego me di cuenta que no sabía relacionarme con los demás y ya en la universidad lo aprendí, aunque me costó un poco al principio.
—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Mateo esperando alguna solución.
—Por ejemplo, puedes empezar a observar a los chicos de tu clase y pensar quiénes te gustaría tener como amigos. Mira a ver si tienen aficiones parecidas, si les gustan las mismas cosas que a ti o si admiras algo de ellos o simplemente si te caen bien.
A la mañana siguiente Mateo se puso a observar a sus compañeros y decidió qué niños le caían mejor, con cuáles le sería más fácil hablar o quién hablaba de los temas que a él le interesaban.
A la vuelta del colegio comentó a su madre lo que había observado y decidieron continuar con el plan para el día siguiente.
—Ahora, Mateo, viene la segunda parte: te acercas a uno de ellos y le preguntas algo o sacas un tema de conversación que sepas que le gusta, o bien le ofreces tu ayuda si ves que la necesita.
Mateo fue al colegio un poco más optimista. Aquello no le parecía tan complicado pero a lo mejor no funcionaba. ¿Y si no quieren contestarme? ¿Y si no me dejan ayudar? Claro que nunca lo sabría si no lo intentaba. Tenía que probar para ver lo que pasaba.
Esa mañana ocurrió algo muy curioso. La señorita propuso hacer un trabajo por equipos sobre el tema de los dinosaurios. A Mateo se le iluminó la cara con una enorme sonrisa porque él sabía muchísimo del tema. La profesora dijo:
—A ver, niños, podéis formar equipos de cinco, ¿de acuerdo?
Mateo dirigió su mirada a uno de los compañeros que le caían mejor y se sorprendió al ver que él también le miraba, y le preguntó:
—Tú, Mateo, ¿sabes algo de dinosaurios?
—Sí, como me gustan mucho, tengo muchos libros sobre dinosaurios en mi casa.
Aquella respuesta fue suficiente para que se le acercara y le dijera:
—¡Bien! ¿Quieres estar en mi equipo?
—Claro que sí —respondió Mateo muy contento.
A partir de ese día Mateo va más contento al colegio y no teme la llegada de la hora del recreo, al contrario, está deseando hablar y jugar con sus nuevos amigos.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir – Educar las emociones
Madrid: Ediciones SM, 2009

viernes, 11 de junio de 2010

El Unicornio azul

El unicornio azul
La ilusión – La esperanza
Jordi estaba entusiasmado escuchando las historias que su hermano Pere le contaba, sin preocuparse de si eran verdad o mentira, porque de una forma mágica le hacían volar con la imaginación. A Pere le encantaba ver la cara de su hermano pequeño mientras le escuchaba, ya quehabía descubierto que sus relatos eran un medio fabuloso para hacer que Jordi comiera.
—¿Y a dónde se fue el unicornio azul? —le preguntó aquel día después de escuchar su historia.
—A un lugar donde nadie pueda encontrarle —le contestó.
—¿Y dónde está ese lugar? —preguntó Jordi.
—¿Para qué quieres saberlo? Tú nunca lo encontrarías.
Desde ese día, Jordi tuvo una ilusión: encontrar al unicornio azul y pedirle que fuera su mascota.
—Anda, Pere, dame una pista para encontrar al unicornio...
—Bueno, te daré una pista: se fue a la montaña más alta de la Tierra, allí nadie le podría encontrar.
Esa noche, Jordi, lleno de ilusión, se puso su traje de escalador, cogió todo el equipo y empezó a escalar la montaña más alta del planeta buscando al unicornio azul.
Pero este no apareció. Cansado y desilusionado después de hacer tantos esfuerzos, Jordi volvió a su casa y al día siguiente preguntó a su hermano Pere:
—¿Estás seguro de que se fue a la montaña más alta de la Tierra? He subido esta noche a la montaña más alta y no lo he encontrado.
—Bueno..., a lo mejor se cansó de estar allí y decidió ocultarse en una cueva, en la cueva más profunda de la Tierra, allí nadie le podría encontrar.
Esa noche, Jordi, lleno de ilusión, se puso su traje de espeleólogo, cogió todo su equipo y descendió a la cueva más profunda del planeta buscando al unicornio azul.
Pero este no apareció. Cansado y desilusionado después de hacer tantos esfuerzos, Jordi volvió a su casa y al día siguiente preguntó a su hermano Pere:
—¿Estás seguro de que se escondió en la cueva más profunda de la Tierra? He bajado a la cueva más profunda y no lo he encontrado.
—Bueno..., a lo mejor se sentía solo y triste en la cueva y decidió irse a uno de los bosques mágicos de la Tierra, para encontrarse con otros unicornios.
Esa noche, Jordi, lleno de ilusión, se puso su traje de explorador y se internó en todos los bosques mágicos del planeta buscando al unicornio azul.
Pero este no apareció. Sin embargo, pudo hablar con los árboles, jugar con los gnomos, bailar con los duendes y cantar con las hadas. Y cuando ya se disponía a regresar a su casa, le preguntaron:
—¿Por qué quieres encontrar al unicornio azul?
—Me gustaría que fuera mi mascota, seguro que todos mis compañeros se quedarían con la boca abierta y querrían ser mis amigos...
—¿Es eso lo que más deseas en el mundo, tener amigos?
—Pues... sí, aunque también tengo otro deseo, pero es un secreto, por eso no os lo puedo contar.
De repente, los árboles dejaron de hablar y los gnomos y las hadas desaparecieron. Jordi se quedó solo en medio del bosque mágico y sintió un escalofrío por todo el cuerpo cuando oyó un ruido a sus espaldas. Se volvió para mirar y solo dijo:
—¡Oh, qué boniiiiiiiiiitoooooooo!
Hacía él venía trotando un pequeño y gracioso unicornio azul. Se acercó a Jordi y le dijo:
—¿Me buscabas?
—¡Sí! He subido a la montaña más alta de la Tierra, he bajado a la cueva más profunda y he explorado todos los bosques mágicos con la ilusión de encontrarte, y ahora que lo consigo ¡estoy muy contento de verte!
—¿Y qué quieres de mí?
—Quiero pedirte que seas mi mascota. Si vienes conmigo vivirás en mi casa y yo cuidaré bien de ti.
El unicornio azul le miró con tristeza y le dijo:
—Si voy contigo moriré, porque en la ciudad no existe el alimento que yo como, y el aire no es tan puro como el que yo necesito. Pero dime, Jordi, ¿por qué me quieres de mascota?
—Quiero que mis compañeros se fijen en mí y me envidien por tener la mascota más bonita. Así, a lo mejor quieren ser mis amigos...
—Si lo que quieres es tener amigos yo te puedo ayudar sin tener que ser tu mascota.
En ese momento el unicornio azul lanzó un sonido al viento, como si fuera una llamada, y del bosque comenzaron a llegar los pájaros, las ardillas, los conejos...
Vinieron los gnomos vestidos de rojo, vinieron las hadas vestidas de plata, vinieron los duendes vestidos de verde y comenzaron todos a cantar:
Muchos amigos tendrás
si eres como tú eres
sin querer ser diferente,
si ayudas a los demás,
y ofreces, sinceramente,
tu cariño y tu amistad.
Jordi estaba encantado al ver cómo todos cantaban a su alrededor, y sintió que por fin se cumplía su sueño. Entonces pensó que si tenía un montón de amigos en el bosque mágico, también podría tener muchos amigos en su clase.
Volvió a su casa lleno de ilusión y le contó a su hermano Pere que por fin había encontrado al unicornio azul y se habían cumplido todos sus deseos. Bueno..., todos no, porque todavía tenía un deseo secreto.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir 2: Educar los sentimientos
Madrid, Ediciones SM, 2003

viernes, 28 de mayo de 2010

El elefante encadenado

El Elefante Encadenado
—No puedo —le dije—. ¡No puedo!
—¿Seguro? —me preguntó él.
—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento… Pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo buda en aquellos horribles azules de su consultorio. Sonrió, me miró a los ojos y, bajando la voz como hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente, me dijo:
—Déjame que te cuente…
Y sin esperar mi aprobación Jorge empezó a contar.
Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales…
Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”.
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agitado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza.
—Así es, Demián. Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
Vivimos pensando que “no podemos” hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos.
Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré
Jorge hizo una larga pausa. Luego se acercó, se sentó en el suelo frente a mí y siguió:
—Esto es lo que te pasa, Demi. Vives condicionado por el recuerdo de un Demián que no existe, que no pudo.
Tu única manera de saber si puedes conseguirlo es intentarlo de nuevo, poniendo en ello todo tu corazón… ¡Todo tu corazón!
Jorge Bucay
Déjame que te cuente…
Barcelona, RBA Libros, 2006