sábado, 26 de junio de 2010

La temida hora del recreo

La temida hora del recreo
Mateo le pasaba lo contrario que a los demás niños: temía la hora del recreo. En cambio, para sus compañeros era el mejor momento del día.
Mientras estaba en clase parecía que no le pasaba nada, atendía a la profesora, escuchaba cuando le tocaba escuchar y hablaba cuando le preguntaban. No era ni de los mejores ni de los peores de la clase.
Pero en el recreo lo pasaba mal porque nadie quería jugar con él. Los chicos nunca lo elegían para jugar partidos y, cuando intentaba ir con las chicas, no le dejaban porque querían estar solas para hablar de sus cosas.
Así que Mateo se sentía triste y solo. El quería tener amigos pero parecía que nadie quería ser amigo suyo. Por supuesto, disimulaba su tristeza y, aunque a veces se le ponía un nudo en la garganta y le entraban ganas de llorar, ni se le pasaba por la cabeza: entonces seguro que se reirían de él y le rechazarían aún más.
Con el paso del tiempo descubrió que podía entretenerse solo inventándose historias y llenando su imaginación con fantásticas aventuras donde él era un héroe. Se imaginaba a sí mismo salvando a gente de un edificio en llamas, rescatando náufragos en el mar, defendiendo a los animales de los cazadores o ayudando a mucha gente después de un terremoto. Siempre aparecía él, Mateo el gran héroe, y las historias tenían un final feliz.
Cuando de nuevo entraba en clase volvía a ser Mateo, ni el mejor ni el peor de la clase.
Sus padres no parecían darse cuenta de lo que pasaba. Todos los días le preguntaban lo mismo:
—¿Qué tal hoy en clase?
Y él respondía siempre lo mismo:
—Muy bien, papá.
—¿Y ya tienes amigos? —le preguntaba su madre.
Tengo un montón de amigos, mamá.
Por eso se quedaron muy sorprendidos cuando la profesora les envió una nota diciéndoles que quería hablar con ellos porque estaba preocupada por Mateo.
—No tiene amigos —les dijo— y en el recreo siempre se queda solo. Yo le veo triste y callado, aunque es buen estudiante y aprende todo con facilidad.
—Bueno, pues eso es lo importante —respondió su padre a la profesora—. Lo que más me importa es que estudie y saque buenas notas. Yo a su edad tampoco era muy popular. Luego, en la universidad, hice buenos amigos e incluso conocí a mi mujer.
La profesora volvió a insistir:
—Pero yo lo veo muy triste y además intenta disimularlo.
—Mateo es un niño muy feliz, no tiene ningún problema, lo único que le pasa es que es un poco tímido, ¿por qué se preocupa tanto? —dijo la madre de Mateo.
Sus padres no comprendían la preocupación de la profesora, pero ella les explicó:
—Está en una edad en la que los amigos son muy importantes y a él los demás nunca lo eligen. Eso le hace sufrir y le aísla de los otros niños. ¿No creen que deberían hablar con él? A lo mejor es que no sabe hacer amigos y hay que enseñarle.
Los padres de Mateo no pudieron continuar la conversación porque tenían mucha prisa, pero se comprometieron a hablar con él del tema y a descubrir también por qué les había mentido cuando le preguntaban sobre los amigos. Las palabras de la profesora les hicieron pensar que algo importante estaba pasando a su hijo.
Cuando Mateo regresó esa tarde del colegio no esperó a que le preguntaran lo de siempre, sino que fue él quien empezó el interrogatorio.
¿Para qué os ha llamado mi profesora? ¿Qué quería?
Sus padres dudaron un momento, pero sin pensarlo mucho su padre le preguntó:
—Y tú, ¿por qué nos has mentido diciéndonos que tienes muchos amigos? La profesora nos dice que en el recreo te quedas solo y que nadie quiere jugar contigo.
Mateo no contestó y se fue corriendo a su habitación. Allí se lo encontraron llorando desconsoladamente sobre su cama.
—Hijo, no llores, vamos a hablar un poquito, ¿de acuerdo? Vamos, no llores.
Su madre trataba de consolarle y tuvo que esperar un rato hasta que Mateo pudo hablar.
—Y yo, ¿qué voy a hacer si nadie quiere jugar conmigo? Yo no tengo la culpa.
—No, hijo, tú no tienes la culpa —dijo su madre—, pero a lo mejor podemos entre los tres encontrar alguna idea que funcione. ¿No crees?
Su padre entró en la habitación, se sentó y le dijo:
—Mateo, hijo, comprendo cómo te sientes. Cuando yo tenía tu edad tampoco tenía amigos en la clase y lo pasé muy mal por eso, aunque mis padres no se enteraron de nada. Ellos me veían estudiar y yo sacaba buenas notas. Con eso pensaron que era suficiente. Pero luego me di cuenta que no sabía relacionarme con los demás y ya en la universidad lo aprendí, aunque me costó un poco al principio.
—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Mateo esperando alguna solución.
—Por ejemplo, puedes empezar a observar a los chicos de tu clase y pensar quiénes te gustaría tener como amigos. Mira a ver si tienen aficiones parecidas, si les gustan las mismas cosas que a ti o si admiras algo de ellos o simplemente si te caen bien.
A la mañana siguiente Mateo se puso a observar a sus compañeros y decidió qué niños le caían mejor, con cuáles le sería más fácil hablar o quién hablaba de los temas que a él le interesaban.
A la vuelta del colegio comentó a su madre lo que había observado y decidieron continuar con el plan para el día siguiente.
—Ahora, Mateo, viene la segunda parte: te acercas a uno de ellos y le preguntas algo o sacas un tema de conversación que sepas que le gusta, o bien le ofreces tu ayuda si ves que la necesita.
Mateo fue al colegio un poco más optimista. Aquello no le parecía tan complicado pero a lo mejor no funcionaba. ¿Y si no quieren contestarme? ¿Y si no me dejan ayudar? Claro que nunca lo sabría si no lo intentaba. Tenía que probar para ver lo que pasaba.
Esa mañana ocurrió algo muy curioso. La señorita propuso hacer un trabajo por equipos sobre el tema de los dinosaurios. A Mateo se le iluminó la cara con una enorme sonrisa porque él sabía muchísimo del tema. La profesora dijo:
—A ver, niños, podéis formar equipos de cinco, ¿de acuerdo?
Mateo dirigió su mirada a uno de los compañeros que le caían mejor y se sorprendió al ver que él también le miraba, y le preguntó:
—Tú, Mateo, ¿sabes algo de dinosaurios?
—Sí, como me gustan mucho, tengo muchos libros sobre dinosaurios en mi casa.
Aquella respuesta fue suficiente para que se le acercara y le dijera:
—¡Bien! ¿Quieres estar en mi equipo?
—Claro que sí —respondió Mateo muy contento.
A partir de ese día Mateo va más contento al colegio y no teme la llegada de la hora del recreo, al contrario, está deseando hablar y jugar con sus nuevos amigos.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir – Educar las emociones
Madrid: Ediciones SM, 2009

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