viernes, 28 de mayo de 2010

El elefante encadenado

El Elefante Encadenado
—No puedo —le dije—. ¡No puedo!
—¿Seguro? —me preguntó él.
—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento… Pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo buda en aquellos horribles azules de su consultorio. Sonrió, me miró a los ojos y, bajando la voz como hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente, me dijo:
—Déjame que te cuente…
Y sin esperar mi aprobación Jorge empezó a contar.
Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales…
Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”.
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agitado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza.
—Así es, Demián. Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
Vivimos pensando que “no podemos” hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos.
Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré
Jorge hizo una larga pausa. Luego se acercó, se sentó en el suelo frente a mí y siguió:
—Esto es lo que te pasa, Demi. Vives condicionado por el recuerdo de un Demián que no existe, que no pudo.
Tu única manera de saber si puedes conseguirlo es intentarlo de nuevo, poniendo en ello todo tu corazón… ¡Todo tu corazón!
Jorge Bucay
Déjame que te cuente…
Barcelona, RBA Libros, 2006

El violín mágico

El violín mágico
Había una vez un carbonero que vivía en un bosque y se llamaba Jeromir.
Era alto como un árbol y muy fuerte.
Y su hijo se llamaba Josa.
Pero Josa era pequeñito y ni pizca fuerte. Esto preocupaba mucho al pobre Jeromir, y a menudo se rascaba la cabeza y murmuraba:
–No sé qué vamos a hacer contigo. ¿Cómo podrás llegar a convertirte en un carbonero? Eres demasiado bajito y ni pizca fuerte. ¿Quién va a cargar con los troncos?
Y al oír estas cosas, Josa también se preocupaba mucho, porque a fin de cuentas el problema también le concernía a él.
Y, sin embargo, si uno los veía tumbados en el claro del bosque, con el sol calentándoles las piernas, podía creer que eran muy felices. Y lo hubieran sido, de no haber estado los dos tan preocupados.
Así pasaron días y más días. A veces brillaba el sol en el cielo, y a veces caía la lluvia, pero Josa no creció.
Josa tenía un amigo. Un pájaro. En aquel entonces, los carboneros todavía entendían el lenguaje de los pájaros. Y cuando su amigo el pájaro vio un día que Josa estaba sentado al pie de un abeto, y vio que lloraba, le preguntó:
–¿Por qué?
–Porque todo es horrible –dijo Josa–. Y soy bajito y no soy ni pizca fuerte. Y no puedo cargar con un árbol. Y nunca podré ser carbonero.
Y era verdad. Pero el pájaro dijo:
–No todo el mundo tiene que ser carbonero.
Y aquello también era verdad.
Entonces el pájaro le regaló a Josa un violín mágico, tan pequeñito como una pluma. Le enseñó a tocar una canción, y era tan bonita que todo el bosque enmudeció para escucharla.
–¡Es una canción mágica! –explicó el pájaro–. Cuando la toques, los que la oigan quedarán hechizados.
–¿Podré hechizar el mundo entero?
–El mundo entero.
–¿También a las personas?
–También a las personas.
–¿Podré hacerlas más fuertes?
–Todo el que oiga tu canción se hará grande y muy fuerte.
–¿Y yo?
Tú no. Si te volvieras fuerte, ya no podrías tocar el violín.
–Prefiero seguir tocando el violín –decidió Josa.
Y entonces el pájaro le enseñó a tocar la canción al revés.
–A veces puede serte útil. Todo el que la oiga, se volverá pequeñito, como la pata de una mosca.
Tocar al revés era difícil, y sonaba de un modo extraño.
–¿Podría tocar también para la luna? ¿Se haría la luna más grande o más pequeña al oír mi canción? –le preguntó Josa al pájaro.
–Sí, pero primero tendrás que encontrar el camino. Tendrás que llegar hasta el fin del mundo. Allí la luna se acerca a la tierra y podrá escucharte.
–Encontraré el camino. Y mi padre verá desde aquí que he hechizado a la luna, y se pondrá muy contento.
Josa ensayó la canción durante siete días, del derecho y del revés. Y entonces le dijo a su padre:
Papá, ya no tienes que preocuparte por mí. Es verdad que no puedo ser carbonero, pero tengo un violín mágico, y voy a hechizar la luna para ti. Tú mira todas las noches el cielo y, cuando veas que la luna se hace más grande o más pequeña, les puedes contar a todos que es Josa, tu hijo, el que ha hechizado a la luna.
Y el buen Jeromir dejó que Josa se fuera de allí. Y, antes de alejarse, Josa tocó una última vez su canción. Y el carbonero notó que crecía todavía un poquito más y que se volvía un poquito más fuerte, y entonces estuvo seguro: su hijo Josa hechizaría la luna. Y ya no estuvo preocupado ni triste. Josa se puso en camino. Pero el camino era largo y Josa era pequeño. Enseguida le dolieron los pies. Se sentó en la hierba, cogió su violín y tocó un poquito. Bajito, sólo para él. Pero había una hormiga allí cerca y lo oyó.
Empezó a crecen se hizo más grande que el propio Josa.
Muy bien dijo Josa. Haremos el viaje juntos. Es mejor tener un compañero de viaje.
Se subió encima de la hormiga y reanudó su camino. Le metió a la hormiga un poco de musgo en las orejas, para que no se hiciera todavía más grande, o se volviera pequeña, cada vez que él tocara su violín.
Y cuando Josa tocaba, los campesinos, inclinados sobre la tierra, levantaban a veces un momento la cabeza y escuchaban dos o tres o cuatro notas maravillosas. Entonces se sentían más fuertes y, si seguían escuchando, empezaban a crecer. También hubo algunos que se volvieron más pequeños, cuando Josa tocaba al revés. Y todavía hoy, si vais por el mundo, podréis ver los efectos del violín de Josa, porque en todas partes hay gente grandota y gente pequeñita.
Pero el camino hacia la luna no era fácil de encontrar. La gente se echaba a reír, cuando Josa se lo preguntaba. Y le indicaban, en broma, cualquier dirección equivocada. Y así Josa anduvo errante de aquí para allá, y cruzó por casi todas las ciudades y por casi todos los pueblos. Tocaba en las plazas del mercado, pero la gente pasaba de largo y no le escuchaba. A veces le escuchaba una vaca por casualidad, y empezaba a crecer y a engordar y a dar mucha leche.
Un día Josa pasó por delante de una casa. Allí vivía un pobre campesino con su mujer. No poseían otra cosa que un ganso chiquitín, y el ganso ponía todos los días un huevo chiquitín. Era muy poco para dos personas. Josa llamó a la puerta y preguntó el camino de la luna.
–¡Uf, para qué me sirven mil caminos hacia la luna, cuando mi ganso sólo pone un huevo al día! dijo el campesino. En otro tiempo supe el camino. Pero entonces llegó la miseria y el camino se me ha olvidado.
El ganso estaba fuera, en el césped, buscando gusanos. Josa tocó para él la canción, y el ganso empezó a crecer. Se puso grande y redondo. Y el campesino se puso tan contento que recordó de pronto el camino que llevaba a la luna. Todo derecho siempre adelante, le explicó. Hasta llegar al campo de maíz, y entonces tenía que preguntar.
Pero en aquel prado había también unas margaritas. Y también las margaritas empezaron a crecer cuando Josa tocó su canción. Se hicieron enormes y amarillas, tan grandes y amarillas como el sol. Son los girasoles. Y todavía hoy tienen las semillas de girasol cierto sabor a magia.
Josa llegó al campo de maíz y allí el camino se dividía en dos. Vio a una viejecita con una cabra. Era una vieja muy pobre y sólo poseía aquella mísera cabrita. Y cuando Josa le pregunto el camino de la luna, la viejecita dijo:
–¡Ah, el camino de la luna! ¿Para qué sirven mil caminos a la luna, cuando se tiene hambre y se tiene frío? En otro tiempo supe el camino. Pero entonces llegó la miseria y el camino se me ha olvidado. La cabra no da apenas leche.
Entonces Josa tocó para la cabrita, y la cabrita se puso grande y fuerte. Le salió un hermoso pelaje, y la vieja pudo cortar la lana y tejer muchos sueters con ella. Volvió a dar buena leche, y acabó la miseria. Entonces la vieja recordó de repente el camino que llevaba a la luna:
–Si sigues andando en esta dirección, siempre recto, llegarás a otro campo de maíz. Allí tendrás que volver a preguntar.
En el otro campo de maíz, Josa no encontró a nadie. Sólo un caballo. No quedaba otro remedio que preguntar al caballo.
–A mí todo me da lo mismo dijo el caballo. Camino de la luna o camino del sol. No tengo ningunas ganas de seguir viviendo.
¿Por qué? quiso saber Josa. Eres muy grande y fuerte, en este campo te sobra la comida, y el sol te calienta la grupa.
–Pero el labrador me pega muchas veces. Como me ve tan grandote, piensa que soy todavía más fuerte de lo que soy y me pone doble carga. Cree que puedo con todo. Y no puedo.
Entonces Josa tocó su canción al revés. El caballo se hizo pequeñito, un metro cincuenta y tres, y se puso muy contento.
–Pensándolo bien, veo que sí recuerdo el camino de la luna. En realidad todos los caminos llevan a la luna. Lo único que tienes que hacer es caminar siempre derecho hacia adelante. Sin torcer nunca a la derecha, sin torcer nunca a la izquierda. Así llegarás al fin del mundo. Detrás de los bosques, empieza el mar, y del mar sale la luna todas las noches. Allí podrás encontrarla.
Josa montó en su hormiga y siguió su camino. Y todavía hoy los caballitos hechizados, que miden solo un metro cincuenta y tres, llevan una vida estupenda. Casi no tienen que trabajar, juegan con los niños y todo el mundo les da bien de comer y les pasa la mano por el lomo.
Josa no torció nunca a la derecha, no torció nunca a la izquierda, y llegó al País de las Colinas Azules. Allí la gente quedó muy sorprendida al verle, porque todavía no le conocían. Lo escuchaban cuando tocaba su violín, y se hacían más grandes o más pequeños. Y muy pronto aquel chico pequeñín y aquella hormiga gigantesca fueron famosos en todas las ciudades del país.
Y también el rey de las Colinas Azules oyó hablar de Josa, de su violín mágico y de sus extraños poderes.
Todo el que lo oye se hace más grande –le dijeron.
¿Y si no para de tocar? preguntó el rey.
Pues el que lo oye no para tampoco de crecer.
¡Traedlo aquí inmediatamente! ordenó el rey.
Porque a aquel rey le parecía que él no era nunca lo bastante grande.
Los mensajeros transmitieron a Josa la orden del rey de las Colinas Azules, pero Josa dijo: “¡No!” El rey no le caía simpático, y además los hijos de los carboneros del bosque no aceptan órdenes de ningún rey del mundo. Cuando el rey lo supo, se puso furioso. Se enfadó tanto que los cristales de todas las arañas del palacio empezaron a temblar. Y el rey gritó:
¡Traedlo aquí por las buenas o por las malas! ¡Inmediatamente!
Mandó tras Josa a los caballeros azules, y los caballeros azules lo descubrieron enseguida. Entonces Josa le sacó a su hormiga el musgo de las orejas y tocó su canción. La hormiga se hizo todavía mayor y emprendió un galope desenfrenado. Pero los caballeros azules no se chupaban los dedos. Azuzaron a sus caballos, y estaban cada vez más cerca. Entonces Josa se detuvo, dio media vuelta y tocó la canción al revés. Cuanto más se acercaban los caballeros azules, más pequeños se volvían. Como ojos de mosca, como patas de mosquito. Hasta que desaparecieron entre la hierba. Pero uno no desapareció. No se volvió ni un poquito más pequeño, por mucho que Josa tocara el violín. Era sordo. Su caballo fue disminuyendo y se esfumó, igual que la hormiga. Pero el caballero azul se acercó tranquilamente y dominó a Josa con una sola mano, porque era mucho más grande y mil veces más fuerte. Le quitó el violín, le puso las esposas, se lo cargó a la espalda y lo llevó a presencia del rey.
El rey hizo encerrar al violinista en la sala de música. Cuando todos dormían, cerró puertas y ventanas, para que nadie oyera una sola nota de la canción mágica. Sólo él. Porque era un rey muy vanidoso. Sólo él debía crecer, hacerse muy grande, el más grande de todo el país y de todo el mundo.
¡Ahora toca para mí! ordenó.
Josa tocó la canción al revés. El rey sintió un hormiguero extraño, y creyó que era a causa del hechizo. Sólo cuando la corona le quedó demasiado grande y resbaló por encima de las orejas, empezó a alarmarse.
Pero era demasiado tarde. Josa no paraba de tocar el violín y el rey no paraba de empequeñecer. Pronto corrió como una mosca por las puntas de la corona, y, cuando era tan pequeño como un mosquito, cayó desde lo alto de una piedra preciosa y desapareció para siempre jamás en una rendija del suelo.
Al día siguiente hubo en palacio un barullo terrible, porque no pudieron encontrar al rey. Todos corrían de un lado para otro, porque todos aspiraban secretamente a ser el nuevo rey, y nadie se fijó en el muchachito del violín.
Josa salió tranquilamente del palacio, cruzó el País de las Colinas Azules, y volvió a recorrer el mundo tocando el violín. Hizo que los ricos se volvieran un poco menos ricos y los pobres un poco menos pobres, fortaleció a los débiles y debilitó a los que eran demasiado fuertes. Y un buen día llegó hasta el fin del mundo. Y allí se quedó. Y cuando la luna salía del mar, Josa tocaba para ella el violín. Entonces la luna crecía o disminuía, y el viejo Jeromir lo veía desde su bosque y sabía que era Josa, su hijo, el que estaba hechizando a la luna.
Y todavía hoy, si miráis al cielo, veréis que unas noches la luna es grande y redonda como una naranja, y otras noches es pálida y flaca como una rajita de limón, y, si escucháis atentamente y el viento sopla en la dirección adecuada, quizá podáis oír incluso dos o tres notas hechizadas. Porque Josa está tocando su violín.
Janosch
El violín mágico
Barcelona : Lumen, 1975

viernes, 14 de mayo de 2010

El Secreto

El Secreto

Había una vez una cebra que se llamaba Cándida.
Cándida tenía unas hermosas rayas blancas y negras por todo su cuerpo. Cuando se reía mostraba sus hermosos dientes blancos.
Era el animal más hermoso de la sabana. Ni siquiera la melena del león podía igualar la belleza de la cebra. Ni la maliciosa carcajada de la hiena podía competir con la risa alegre de la cebra. Los largos colmillos del elefante tampoco podían compararse con los brillantes dientes de la cebra.
Todos los animales de la sabana admiraban aquellas espléndidas rayas blancas y negras.
«¿Dependerá de lo que coma?», se preguntaban. Los rinocerontes comen hierba, y lo mismo los búfalos. ¿Cuál será el secreto de la cebra?
Los animales de la sabana fueron a ver a Pepita, la borrica.
Una burra se parece a una cebra, pero sin rayas.
Cándida y Pepita eran primas.
El pequeño jabalí le pidió a Pepita que le revelara el secreto de la belleza de Cándida.
«Ya me gustaría a mí conocer el secreto de Cándida», dijo Pepita.
Al día siguiente Pepita fue a visitar a su prima Cándida. A ella le gustaría ser tan guapa como la cebra. Cándida se alegró de ver a Pepita. Le permitió comer en su prado y compartir también el agua.
Pepita estaba sorprendida por la generosidad de su prima. Era agradable y divertido estar con ella. Nunca decía una mentira. Siempre pedía disculpas cuando hacía algo mal. Y nunca olvidaba darle las gracias cuando Pepita se ofrecía para ayudarla.
¡Oh! ¡Qué magnífica persona era la cebra!
Pepita volvió corriendo y brincando a reunirse con los animales de la sabana.
«¡Hola! ¡Ya he descubierto el secreto de la cebra! La verdadera belleza consiste en las buenas obras que hacemos cada día».

Rosemary Kamau
El secreto y otros cuentos
Paulinas

Gentileza Cuentos para crecer

viernes, 7 de mayo de 2010

El jardín de mi abuelo

En casa de mis abuelos había un hermoso jardín. No era muy grande, pero a mí me gustaba mucho. Mi abuelo pasaba mucho tiempo cuidando las plantas: las regaba, las podaba, plantaba esquejes, las curaba cuando estaban enfermas... Era un gran experto en plantas. Con él, en su jardín, aprendí a quererlas y a cuidarlas. También aprendí a conocer y a querer a los bichitos, sobre todo los insectos, que vivían en aquel trozo de tierra. El jardín de mi abuelo era como un mundo lleno de aventuras. Todo era posible allí, hasta lo más increíble.

—¡Mira, Martín! ¡Mira! Es una mariquita de siete puntos. Ten cuidado, ¡no vayas a pisarla! Es muy buena para las plantas porque se come el pulgón.

La cogió con mucho cuidado y se la puso en la palma de la mano.

—¿Sabes que las mariquitas de siete puntos son muy presumidas? —decía mi abuelo mientras el bichito desplegaba sus élitros y emprendía el vuelo—. Hace tiempo conocí a una mariquita que todos los días se ponía puntos de un color diferente.

—¿Qué quieres decir con eso, que todos los días cambiaba el color de sus puntos? —pregunté con extrañeza—. Los puntos de las mariquitas siempre son de color negro.

—¡No, Martín, no! Aquella mariquita tenía un armario lleno de puntos de colores y todos los días, cuando se levantaba, decidía, según su estado de ánimo, cuáles se pondría. Si estaba contenta los escogía naranjas o amarillos. Cuando estaba triste, grises o negros. Si estaba muy nerviosa, rojos, y cuando estaba tranquilla, verdes. Antes de escogerlos también pensaba en lo que iba a hacer. Si salía a dar un paseo con su grillo preferido elegía los rosa, que es el color del amor. Si iba a una reunión seria los llevaba lilas y si iba a una fiesta por la noche se ponía uno de cada color, porque decía que quedaba más informal y divertido.

—¿Quieres decir que hacía como las personas cuando escogemos la ropa antes de vestirnos?

—¡Sí! ¿Verdad que no te pones lo mismo cuando vas a la escuela que cuando vas a jugar un partido de fútbol?

¡No, claro!

Pues la mariquita tampoco.

¡Sí, hombre…! ¡Esta historia te la has inventado! —exclamaba yo, y lo miraba incrédulo.

—Lo que te he contado es tan cierto como que dos y dos son siete —decía él entonces, muy serio.

En el jardín de mi abuelo había muchos rosales, de muchas familias diferentes, y él se sabía el nombre en latín de todos y cada uno de ellos, pero a mí me gustaba uno en especial porque sus rosas eran de un color rojo intenso, parecían de terciopelo. Crecía en un rincón escondido del jardín.

Legó el 25 de abril, el día de mi cumpleaños, y lo celebramos a lo grande, con una gran fiesta. ¡De postre, mi madre preparó un delicioso pastel de chocolate! Cuando acabé de soplar las velas, mi abuelo se acercó a mí y me dio un sobre.

Toma, Martín, es nuestro regalo, de tu abuela y mío.

En el sobre había unas bolitas muy pequeñas.

—¿Qué es eso? —pregunté con extrañeza.

—Son las semillas de un rosal, aquel que tanto te gusta. Ahora es la mejor época para plantarlo. Si quieres, mañana te ayudaré.

Aquella noche dormí poco, estaba impaciente y quería que el sol se despertara pronto. Guardé mi pequeño tesoro debajo de la almohada, bien protegido para que no le pasara nada.

Al día siguiente madrugué mucho. Hacía un día fantástico y el sol brillaba con fuerza. Unas nubes blancas salpicaban el cielo y la suave brisa las llevaba de un lado a otro. Mi abuelo preparó la tierra para plantar las semillas, estaba mojada por el rocío y, al removerla, desprendía un agradable olor a tierra húmeda. Un olor que, cuando se ha olido una vez, ya no se puede olvidar nunca más.

¿Sabes, Martín? Las plantas se parecen mucho a las personas. Nacen de una diminuta semilla y necesitan agua y alimento para crecer hermosas. Cuando ya son adultas comienzan a sacar capullos que poco a poco van abriéndose y de ellos salen flores. Cuando las flores se han abierto completamente y muestran todos sus pétalos empiezan a marchitarse, van perdiéndolos uno tras otro y acaban muriéndose, como nosotros.

—Haz un pequeño agujero —dijo mi abuelo—, ahora pon las semillas y cúbrelas de tierra. ¡Éste será tu rosal! Tienes que cuidarlo mucho. Ya sabes que las plantas, como las personas y los animales, pueden enfermar. ¿Te he contado alguna vez la historia de la araña que tuvo una enfermedad muy grave? —Dije que no con la cabeza—. Pues escúchame bien.

»Había una vez una araña que tejía unas telarañas preciosas. Estaba muy orgullosa de sus pequeñas obras de arte. Sabía hacerlas hexagonales, cuadradas, redondas y hasta triangulares. Las hacía de punto de cruz, de ganchillo, de calceta... Algunas, de un hilo grueso, eran muy resistentes. En cambio, las de hilo fino eran muy delicadas. A la araña le gustaba probar cosas nuevas, experimentar, y que sus telarañas fueran originales y únicas. Y la verdad es que lo conseguía, le salían de lo más lindas. Todos los animales del jardín la admiraban por su creatividad y cada vez que tejía una nueva tela iban a verla. Era un gran acontecimiento.

»¡Venid, venid a ver la nueva telaraña! ¡Es extraordinaria!, la mejor de todas las que ha hecho hasta ahora.

»Pero un día la araña se levantó muy cansada por la mañana. No sabía qué le pasaba. Las patas no la sostenían y no tenía fuerzas para fabricar más hilo. Ante semejante tragedia fue a visitar al doctor escarabajo, que era una eminencia en toda clase de dolencias y males, y tenía la consulta en la maceta de las hortensias. Después de examinarla con mucho cuidado y con toda minuciosidad, dijo:

»—Eso no tiene buena pinta. Voy a sacarte un poco de sangre para hacer un análisis. —Después, el doctor añadió—: Ven a verme dentro de siete días y te daré el resultado.

»Al cabo de una semana la araña volvió a la consulta del escarabajo, que, con cara de preocupación, le dijo:

»—Tienes anemia.

»—Y eso, ¿qué es? –preguntó la araña, asustada.

»—Pues que le falta hierro. La carencia de este mineral no supone ningún peligro para la vida de los artrópodos, pero ten cuidado con la posología: tomarás una pastilla los días pares y media los días impares. Y eso durante un mes. Si tomas demasiadas pastillas te saldrán manchas rojas en el abdomen y empezarás a oxidarte. Si tomas pocas u olvidas alguna toma te caerán las patas, una a una.

»—¡Eso es terrible! —exclamó, asustada, la araña.

»—Si sigues mis instrucciones, en treinta días te recuperarás y volverás a estar en plena forma.

»La araña cumplió al pie de la letra todo lo que le mandó el doctor escarabajo.»

¿Y qué pasó después? —pregunté, curioso.

—Pues que la araña se recuperó y sus obras de arte continuaron despertando la admiración de todos los habitantes del jardín.

Un día mi abuelo me llamó por teléfono, muy emocionado.

—¡Ven, Martín!, ¡date prisa! Hay algo que quiero enseñarte.

Fui corriendo a su casa. En mi trozo de tierra, un pequeño brote comenzaba a sacar la nariz y a ver el mundo. Abracé a mi abuelo, estaba muy contento. Día tras día mi rosal fue creciendo, buscando la luz del sol. A finales de diciembre, aprovechando las vacaciones navideñas, lo podamos. Había crecido bastante, pero aún no tenía ninguna rosa.

—No seas tan impaciente, Martín. Todo requiere su tiempo.

—Sí, ya, pero... ¡Ay! ¡Me he pinchado el dedo!

—Tienes que ir con cuidado. El rosal da unas flores preciosas, pero si no vigilas puedes pincharte y hacerte daño. Es como la vida —añadió mi abuelo, que de pronto se puso serio—, tiene momentos buenos y maravillosos pero tiene otros tristes y dolorosos.

Desde hacía algún tiempo mi abuelo no se encontraba muy bien. Se cansaba mucho y se olvidaba de las cosas. Entonces bromeaba y decía: «¡Ay, esta cabeza de alcornoque que ya no sirve!» A menudo me pedía que le ayudara a llevar la carretilla con la tierra y que regase las plantas.

—Quizá te falta hierro, como a la araña del cuento –decía yo entonces.

—Tal vez sea eso –contestaba él, no muy convencido.

Pasó el tiempo y llegó otro 25 de abril, mi cumpleaños. Ese día el rosal me hizo un regalo. ¡Sí! ¡Sí! ¡Como os lo digo! El rosal sacó un capullo. Y el capullo fue creciendo despacito. Pero también la enfermedad de mi abuelo se agravaba. Iba a menudo al hospital a hacerse pruebas y se pasaba muchos días en casa, tumbado en la cama. Desde la ventana de su habitación veía el jardín y me decía, gritando:

—Lo haces muy bien, Martín, ¡Eres un gran jardinero!

A mí me gustaba que me lo dijera, me sentía orgulloso, pero en el fondo estaba triste. Cuidar del jardín yo solo, sin tener al abuelo a mi lado, no era lo mismo. De vez en cuando yo miraba la ventana y él me regalaba una de sus sonrisas.

Una mañana del mes de mayo mi capullo dejó entrever el rojo de la rosa preciosa que escondía en su interior. Con el paso de los días, la flor se fue abriendo lentamente.

¡Es la rosa más bonita del mundo! —le decía a mi abuelo, excitado.

—Claro que sí —respondía él, intentando disimular su preocupación.

La salud de mi abuelo empeoraba día a día. Una mañana, cuando subí a su habitación, me pidió que me sentara en la cama, a su lado. Me cogió de la mano y me preguntó:

—¿Te acuerdas de aquel día que el coche se averió y lo llevamos al mecánico?

—Sí, sí que me acuerdo.

—El mecánico dijo que una de las piezas se había estropeado y que la tenía que cambiar. Lo tuve mucho tiempo, aquel coche —dijo mi abuelo con añoranza—, lo cuidé mucho porque lo quería.

—Es verdad. Siempre lo limpiabas, controlabas el nivel del aceite, el aire de los neumáticos...

—Y, a pesar de todo, un día el motor dejó de funcionar. Era muy viejo y no se podía reparar. —Y, tras una pausa, añadió—: El corazón de las personas, Martín, es como el motor de un coche, cuando es muy viejo deja de funcionar y no se puede reparar.

¿Tú eres muy viejo, abuelo? —pregunté preocupado, temiendo su respuesta.

—Mi corazón está cansado, un día dejará de latir y moriré.

—¡Yo no quiero que te mueras! —dije mientras lo abrazaba.

—No hay nada que dure para siempre. A veces suceden cosas que no nos gustan, no podemos evitar que ocurran aunque lo deseemos con todas nuestras fuerzas. Pero ¡aún estoy aquí! —exclamó, cambiando el tono de voz. En su rostro apareció una sonrisa—. ¿Quieres que te cuente un cuento?

Asentí con la cabeza.

«Érase una vez un ciempiés que siempre andaba atareado. Era el cartero del jardín y llevaba una bolsa llena de cartas por repartir. Era muy eficiente en su trabajo y por muy llena que estuviera la bolsa siempre entregaba puntualmente el correo a sus destinatarios. Por la noche llegaba a su casa agotado y sin ganas de hablar con su esposa ni de jugar con sus hijos. Después de cenar caía rendido en el sofá. No se enteraba de nada de lo que pasaba a su alrededor. La mujer del ciempiés se quejaba a menudo porque se sentía sola, y sus hijos se habían olvidado de que tenían un padre. Pero él no comprendía las quejas. No tenía tiempo para pensar, y cuando su mujer protestaba, le decía:

»—Tienes una casa preciosa, en la mesa no falta nunca la comida y dinero te cae del cielo. Trabajo todo el día. Hago horas extras y llego a casa muy cansado. ¿Qué más quieres?

»La mujer del ciempiés lo miraba desanimada y no contestaba porque sabía que sus palabras caían en saco roto.

»Un día, el ciempiés estaba más apresurado que nunca. No había sonado el despertador y llegaba tarde al trabajo. ¡Y eso no se lo podía permitir! Para acabar de arreglarlo, por el camino se encontró con una fila de hormigas que le cortaban el paso.

»—¡Señoras, por favor, tengo que pasar! —gritaba desesperado.

»Un poco más allá había una manifestación de lombrices que protestaban por la contaminación del subsuelo. Y es que las lombrices están muy concienciadas en temas medioambientales. Les preocupa en especial el suelo en el que viven, que últimamente está muy adulterado.

»El ciempiés estaba nervioso y caminaba tan alborotado, que no vio una rama que había delante de él, tropezó con ella y se cayó al suelo aparatosamente ante la mirada de las lombrices, que corrieron en su auxilio inmediatamente. Entre todos lo levantaron y lo llevaron a la consulta del doctor escarabajo, que, como ya sabes, es una gran eminencia. El diagnóstico no podía ser peor:

»—Te has roto noventa y nueve patas y tendrás que guardar reposo absoluto durante dos meses, y, después, sesenta días de recuperación, o sea, en total, cuenta, como mínimo, cuatro meses de baja.

»El ciempiés, que ya estaba mareado, casi se desmaya.

»¡Cuatro meses sin trabajar! —exclamó, abriendo mucho los ojos—. ¡No puedo estar cuatro meses sin trabajar!

»—Tú verás lo que haces —le dijo el doctor escarabajo, que comenzó a enyesarle, una por una, las noventa y nueve patas, y después lo mandó a su casa en ambulancia.

»A partir de ese momento la vida del ciempiés cambió radicalmente. No podía moverse. Si normalmente estaba de pésimo humor, a partir de entonces se volvió intratable. Se quejaba y refunfuñaba sin parar. ¡No había quien lo aguantara! Pasó el primer mes enfadado por todo y con todos. Pero un día, viendo la desesperación de su padre, el hijo pequeño del ciempiés se acercó a él y le dijo:

»—¿Quieres que te cuente un cuento?

»El ciempiés se quedó pasmado y sintió que algo se revolvía en su interior. Su hijo pequeño, que era un total desconocido para él, le preguntaba si quería que le contara un cuento.

»—Verás —continuó diciendo el pequeño ciempiés—, cuando estoy triste o enfadado, cuando me siento solo o tengo algún problema, mamá se sienta a mi lado, me cuenta un cuento y me abraza. Entonces se me pasa todo.

»Sin esperar respuesta, el hijo del ciempiés le contó un conto y cuando terminó lo abrazó. El ciempiés se quedó sin habla, estaba sorprendido. Nadie lo había abrazado de aquel modo. Nadie le había hecho sentir nunca lo que sentía en aquel momento. Estaba tan emocionado, que se puso a llorar. También estaba un poco avergonzado: ¡llorar delante de su hijo! Pero el pequeño ciempiés, intuyendo lo que su padre sentía, le dijo:

»—Tranquilo, no pasa nada. Mamá dice que cuando se tienen ganas de llorar hay que llorar, porque, si no, las lágrimas se quedan en el cuerpo y acaban ahogándonos.

A partir de ese día, todas las tardes el pequeño ciempiés contó un cuento a su padre y, cuando terminaba, se abrazaban con ternura. Y desde ese mismo día el ciempiés dejó de estar malhumorado. Se sentía feliz y contento, y comenzó a darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Su mujer estaba siempre ocupada en las tareas domésticas. Ella sola se encargaba de hacer la compra, lavar la ropa, quitar el polvo, fregar los platos, planchar, barrer, ordenar la casa... ¡Trabajaba mucho! También se dio cuenta de que tenía tres hijos maravillosos a los que apenas conocía, y comenzó a jugar con ellos, a oírlos, a escucharlos. Cuando se recuperó del accidente volvió a trabajar. Pero entonces ya no corría. Vio que tenía tiempo para todo. A menudo se quedaba embobado viendo las telarañas que fabricaba la araña. Hablaba con la mariquita y le aconsejaba sobre el color de los puntos que debía ponerse. Iba a las manifestaciones de las lombrices y ayudaba a las hormigas a almacenar alimentos. Disfrutaba de los días de sol y de los días de lluvia, y también del viento... Y cuando alguien tenía algún problema, le escuchaba y le abrazaba. Todos querían recibir uno de sus abrazos. ¡Imagínate cómo te sentirías si alguien te abrazara con cien brazos! Debe de ser fantástico, ¿no crees?»

—¡Desde luego! —exclamé—. ¡Qué pasada!

Ese relato contenía un mensaje que, a mi edad, no llegaba a captar. Por eso mi abuelo, después de una breve pausa, añadió:

—Martín, quiero que recuerdes lo que voy a decirte, porque es algo muy importante: el tiempo pasa con mucha rapidez, y los seres vivos: las personas, los animales, las plantas..., también tu rosa, claro, nacemos, vivimos y al final morimos. Disfruta todo lo que puedas de los momentos que pases con tu rosa. Mírala, huélela, tócala, háblale... Dile que la quieres. Nunca están de más las palabras bonitas, si expresan lo que sentimos.

La rosa había abierto por completo sus pétalos y lucía toda su belleza. Yo me pasaba horas mirándola, oliéndola, tocándola, hablándole… También pasaba mucho tiempo con mi abuelo, sentado en su cama, escuchando sus historias.

A menudo me acuerdo de algo que me dijo antes de morir:

—Siempre podrás hablar conmigo, Martín. De alguna manera, las personas a las que queremos nunca dejan de estar a nuestro lado.

¡Pero no será lo mismo! —respondí—. No podré abrazarte, ni te veré, ni oiré tu voz...

—Es verdad..., no será igual, pero cada vez que salgas al jardín acudirán a ti imágenes, sensaciones, sentimientos, palabras, olores, que harán que no me olvides. Yo viviré a través de tus recuerdos. Si cuidas las plantas, si las podas, las riegas, abonas la tierra... si las quieres, la próxima primavera volverán a florecer. La vida, pese a todo, continuará y tú seguirás tu camino.

Siempre me he ocupado del jardín de mis abuelos. Cuando fui mayor y me casé, la casa de mis abuelos fue nuestra casa, de mi mujer y mía, y de los tres hijos que tuvimos. Me gustaba mucho enseñar a mis hijos a cuidar las plantas y, sobre todo, contarles historias. Al acabarse los cuentos, a menudo me miraban incrédulos y decían:

—¡Sí, hombre...! ¡Esta historia te la has inventado!

Y yo, muy serio, contestaba:

—Lo que os he contado es tan cierto como que dos y dos son siete.

Maria Àngels Gil Vila

El jardín de mi abuelo

Barcelona : Bellaterra, 2007

Texto adaptado